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LibroLa reconquista del Evangelio de Juan, pp. 223 – 225AutorRudolf MeyerEditorialEditorial de la Comunidad de CristianosLugar y FechaBuenos Aires, 1991Compartir

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¿A través de qué se nos anuncia primero que el Yo de Cristo gana espacio en nosotros? A través del hecho de que comienza a menguar en nosotros el sentimiento egoísta de la vida. Pues eso “otro” diferente vive en la entrega al hombre hermano; en el interés creciente por el mundo como creación divina; en el comprensivo abrirse ante sus múltiples revelaciones; en el gozo compartido con todo lo que deviene y en el sufrimiento compartido con todo lo que sufre y yerra. Al crecer uno así, allende uno mismo, muere la vida egoísta tal como le es por de pronto natural al hombre criatura. El temor existencial y el impulso por figurar comienzan a desvanecerse. Pero en la misma medida en que esto sucede, el alma recibe un nuevo contenido. Percibe un nuevo sentido de la vida. Descubre tareas que le esperan; visualiza una meta y puede ir a su encuentro. Con esto se introduce en el secreto del “muere y devén”.

Ahora el alma también se percata de cómo esta ley de la vida se manifiesta en diferentes fases de la existencia. Contemplemos cómo la planta se comienza a abrir bajo la acción del sol; cómo se intensifica en el crecimiento y la floración hasta que, pasando más allá de su propia forma, produce el fruto; luego se marchita y muere en formando la semilla. Con esto salva la vida por encima del perecer de su propia forma. Pues sólo de este modo le es asegurada una vida que perdura más allá de su tiempo. Goethe, quien se dejó enseñar por la perennemente creadora naturaleza sobre las condiciones primordiales de toda vida, acogió esa ley fundamental con toda su realidad humana. La recibió positivamente. Por eso pudo expresar desde la sabiduría de la ancianidad que toda la proeza consistía precisamente en renunciar a la existencia para existir.

Este es, de hecho, “el camino”. También es nuestro camino que conduce a través de la muerte a la resurrección.

Cristo lo holló. Nos quiere llevar consigo en este movimiento de sacrificio para que haya transformación. Y de allí, renovación de la existencia; un nuevo comienzo de la vida. En cuanto ya lo podamos experimentar aquí, acontece en nosotros “el renacimiento”.

Cristo no enseñó una suma de verdades. En cuanto enseñaba, siempre eran indicaciones que debían revestirse del lenguaje de la temporalidad. El realizó la verdad. La “consumó con su muerte”, al abolir la muerte en muriendo. La cruz es la verdad propiamente tal de esta existencia terrenal; pero lo es para nosotros solamente en cuanto experimentamos en la unión con el Crucificado que ésta es la “puerta estrecha” que conduce a la vida.

El Resucitado vive desde la fuerza de la crucifixión. Su elevación hacia la vida le brota de la profundidad de su muerte en sufrimiento. Esto lo experimenta Tomás que había preguntado por el “camino” y que ahora quiere palpar la “verdad” al serle permitido posar sus manos en las heridas del Señor.

La vida superior mana desde la fuerza de los estigmas. Ellos atestiguan la profundidad insondable de aquella muerte en sufrimiento. Por esto mismo, la nueva vida y su crecimiento se intensifican inagotablemente. Es una “vida eterna”, mas no sólo en el sentido de que no cesa nunca. Pues esta vida es el amor que crece al verterse: “un pozo del agua que fluye hacia la vida eterna”, como Cristo se lo había indicado a la mujer samaritana. La vida que se encuentra en el amor nos asegura un crecimiento ilimitado. Pues el existir como ser humano no nos es dado todavía, en sentido pleno, por el nacimiento. El hacerse hombre nos es encomendado como un camino que ha de ser hollado, como una verdad que aún ha de ser realizada, como una vida que quiere ser buscada y encontrada.

Con ello nos desprendemos, paso a paso, del reino de la apariencia. Retornamos a nuestro origen, al “Padre”.

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(Fragmento extraído del libro “La reconquista del Evangelio de Juan”, de Rudolf Meyer; pp. 223 – 225, Editorial de la Comunidad de Cristianos, Buenos Aires, 1991)

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