Aquel que se abre al Ser de Cristo está en camino de vencer las distorsiones que trae el egoísmo de la yoidad. La salvación del egoísmo no está en la negación del yo sino en la edificación de un yo altruista. Egoísmo y yoidad no tienen el mismo origen. Parece que fuera así porque únicamente conocemos el yo en la desfiguración que sufrió a causa de la caída en el pecado. Recién con Cristo apareció el “Yo Soy” divino por primera vez con toda pureza en la Tierra. Allí se reveló como órgano de un sacrificio de amor y altruismo. Sólo aquél que verdaderamente puede decir “Yo soy” se posee a sí mismo hasta las profundidades de su ser y tiene poder sobre sí mismo.
Por eso también puede darse y entregarse en el más alto sentido de la expresión. Realmente, se puede “dar” únicamente de lo propio. Sólo quien se adueñó de tal modo de sí mismo como Cristo, pudo darse de tal modo, y decir: “Tomad…”. Cuán diferente suena la palabra “mi”, usada normalmente en forma tan egoísta, cuando es pronunciada por boca del Gran Yo abnegado: “Mi paz sea con vosotros” y “tomad mi cuerpo, mi sangre”.
La paulatina “cristianización” del alma humana significa a su vez la progresiva redención de las fuerzas adversas que a partir de la caída se instalaron en nuestra interioridad. Recién con esta curación de la enfermedad del pecado que le debemos a Cristo, encuentra el hombre su verdadera forma espiritual que Dios tenía pensada para él.
Antes de la caída, el hombre se encontraba aún en un soñoliento estado de indiferente unidad con Dios. Pero para ser plenamente humano debe adquirir la conciencia de lo que lo hace específicamente humano. Esto lo encuentra si vence, “en Cristo”, la enfermedad de pecado que lo arrojó fuera del ámbito divino. El devenir humano alcanza su meta recién cuando supera esa enfermedad mortal; ese es el gran riesgo de la intención de la Divinidad para con el hombre. Y el gran peligro es que el hombre caiga vencido por la enfermedad antes de que logre alcanzar la meta establecida, de que lo destruya antes de superarla. A este peligro se le enfrenta el sacrificio de Cristo como potencia sanadora. Por la fuerza de este sacrificio, el mal “permitido” por Dios puede cobrar su sentido a medida que, transformado por el cristiano, le da al bien un trasfondo y profundidad, un ardor y fervor. Del mal transformado, puede surgir el “Gran Bien”.
Decimos que puede surgir, pero no necesariamente ha de ser así. Nuevamente estamos frente a un límite que el Todopoderoso se fijó a sí mismo, para nuestra liberación. Mucha culpa y muchas tragedias han penetrado en la historia del Cristianismo por no haberse comprendido el misterio de la libertad. Hay quienes a veces con la mejor de las intenciones, quieren ayudar al Cristianismo mediante la violencia.
Por esta razón y tal como lo hemos señalado antes, no se puede formular ninguna objeción contra el Cristianismo porque el mal sigue afectando aún a la humanidad. Hemos de saber que la acción del mal aumentaría más todavía sin su actuación. La caída en el pecado continúa y con ella la enajenación del origen divino progresa, pero ello sucede donde no penetra el poder sanador de Cristo, es decir, donde el hombre no le permite acercarse. Así como un carro rueda cuesta abajo siguiendo en su movimiento por inercia, así continúa la caída en el pecado.
El Cristianismo tiene del mundo la visión más sensata que existe, en el sentido de que hace justicia a la realidad en su totalidad, sin sacar ni agregar nada. Con la mirada puesta en la pasión de Cristo, sabe con la máxima certeza cuál es el poder de la oscuridad. Pero también conoce el otro lado de la realidad, el poder de la salvación.
Sólo quien conoce tanto la caída en el pecado como a Cristo, puede formarse una idea adecuada de los factores de la historia humana.
La revelación de San Juan, el “Apocalipsis”, descubre el secreto del creciente mal. Del abismo surge la “bestia”, la posibilidad de lo subhumano si se rechazara a Cristo para siempre. Pero es la misión del creciente mal apocalíptico “provocar” el Gran Bien, desafiarlo para ayudarlo a realizarse.
Así como aumenta el mal, así también debe crecer el Cristianismo. Tendría que llegar a ser cada vez más maduro, más consciente, más claro y más capaz de transformarse. Sólo un Cristianismo apocalíptico nos guiará a través de destinos apocalípticos. Esto nos llevará a la correcta relación con el evento apocalíptico que ha de venir, lo que llamamos el “Readvenimiento de Cristo”.
¿Qué significa eso de que Cristo viene por segunda vez? ¿Acaso no está desde su resurrección “con nosotros todos los días”? Hasta ahora su presencia entre nosotros era algo más o menos oculto para los hombres. Pero con el progreso de la conciencia cristiana han de desarrollarse poco a poco órganos de percepción, ojos del alma, ojos del espíritu, que ponen al hombre en relación con Cristo en forma sobrenatural, tal como San Pablo, como “un parto prematuro”, percibió al Resurrecto obteniendo su sabiduría decisiva de Él no de los relatos de los Apóstoles sino de una revelación directa y propia.
La “venida” de Cristo, como la llegada de algo oculto que se torna perceptible, es por lo tanto más bien el ingreso de lo ya presente en la conciencia despierta de los hombres. Él se manifestará cada vez más como una realidad existente. “Apocalipsis” significa: revelación. Su presencia oculta es develada.
La Comunidad de Cristianos tiene la misión de servir con su culto religioso que corresponde al actual estado de conciencia, a esta segunda venida de Cristo.
En su obra sacramental quiere ayudar a la humanidad moderna a percibir la presencia del Resucitado y a concientizar esta presencia hasta que sea posible sentirla vívidamente.
Ayudará a desarrollar la mirada del alma y del espíritu, con la que debemos captar el mundo de Cristo. En el centro de los siete sacramentos renovados se halla la eucaristía, el “Acto de Consagración del Hombre”. Con esta designación se expresa como un principio el estrecho vínculo del enigma humano con el misterio de Cristo, la comunión del Cristianismo con la humanidad. Él declara: “Hombres” todavía no somos. Ser humano es una alta meta. Sólo la podemos alcanzar con la ayuda de Cristo, buscando hasta con el cuerpo y la sangre la comunión con Su Ser. Entonces Él nos consagrará para ser hombres, seres humanos a imagen y semejanza de Dios.
(Fragmento extraído del libro “Aspectos esenciales del Cristianismo”, de Rudolf Frieling; pp. 40 – 44, Editorial de la Comunidad de Cristianos, Buenos Aires, 1982)